8:25 a.m. Llegada a la pintoresca Tijuana. Tras un larguísimo aterrizaje (me gusta cuando el avión aterriza casi sin rebotes y logra frenar casi de inmediato), entramos al poco estético y nada sofisticado aeropuerto de esta ciudad. Caminé hasta las bandas de recolección de equipaje y me topé con un mar de gente. ¿Cuántos vuelos llegarán cada hora a Tijuana?
Aguardé mi maleta, compré mi boleto de camión a Ensenada y me dirigí a la salida. Avanzaría poco antes de toparme con una enorme fila para pasar, luego de mostrar tu pasaporte aún en territorio mexicano, rayos X.
Luego de diez minutos formado, un agente de seguridad comienza a decir que esa no es la fila, que la fila comienza en otro lado. Absurdo que lo diga después de que llevamos ahí, ante sus ojos, un buen rato. Nadie le hace caso e incluso hay quien comienza a gritarle "¡Fuera! ¡Fuera!". El uniformado desaparece y, un par de minutos después, un hombre distinto, sin uniforme, dice que siempre sí es esa la fila, que la otra es para la otra máquina. La gente, una vez más, no hace caso. Las filas terminan intercalándose sin ningún orden. "Bienvenidos a Tijuana" - grita en la fila un hombre de traje.
11:30 a.m. Ensenada, al fin. Caminé desde la minúscula estación de autobuses al hotel. Creí que estaba más cerca de lo que realmente está, pero aquí ninguna distancia es verdaderamente grande. Mi cuarto aún no estaba listo, por lo que bebí una margarita de cortesía (que invento tan desagradable es esa bebida, como casi cualquier otra mezcla que involucre tequila barato, presuntamente creada en el bar de un hotel de esta ciudad) mientras navegaba un rato por la red. En cuanto concluyó la media hora pactada para poder entrar a mi habitación, regresé por la llave y fui a desempacar. Hora de una visita a La Guerrerense.
Es una de las tantas carretas donde pueden comerse ceviches y/o almejas preparadas en este puerto. Su especialidad, a mi parecer, las tostadas de erizo. Aunque de un sabor naturalmente fuerte (hay quien dice que es como una cucharada de yodo), una vez cocinado, este animal cobra un sabor nada sutil, pero maravilloso. Todo tipo de salsas, procesadas o hechas por ellos mismos -mis favoritas-, están a la disposición para aderezar tostadas y cocteles. El agua de horchata es igualmente deliciosa.
Caminando sin rumbo definido -aunque en el inconciente seguramente lo estaba- llegué hasta el restaurante Del Parque, ubicado, efectivamente, frente a principal parque del centro de Ensenada. Un par de amigos trabajan ahí, tanto en la tienda de vinos -donde compré tres nuevas botellas para probar en las tardes de laburo- como en la cocina del restaurante. Fue una visita fugaz, que me permitiría ir a dormir al hotel antes de regresar para cenar con otra amiga.
8:00 p.m. En las mesas Del Parque. Por supuesto confié en las recomendaciones de mi amiga y chef Ismene y dejé que decidiera mi menú. Mejillones capeados con una mayonesa de hierbas, ensalada de arúgulas con callo y pizza de quelites con cebolla caramelizada fueron el fantástico preámbulo para un par de postres de ensueño: cazuelita de chocolate (al primer bocado me trajo recuerdos de infancia gracias al sabor a cáscara de naranja, la cual odiaba en aquella época y no comprendía por qué a mi padre le gustaban tanto cubiertas con chocolate) y panna cotta.
¿Quién pensaría que lo que bebería el primer día de vuelta en Ensenada sería, además del agua de horchata de La Guerrerense y un litro de deliciosa agua de cebada, cerveza? Me topé con la grata sorpresa de que en El Parque venden unas cervezas artesanales que quería probar desde hace tiempo. La sorpresa no terminaría ahí. Armando, un amigo que hace un año trabajaba en La Escuelita, andaba por ahí y resultó ser el nuevo encargado de la elaboración de esas bebidas de nombre Labricha -en memoria de un perro de Álvaro, el creador de este proyecto-.
12:00 a.m. Santo Tomás. Fue la verbena de la vinícola más antigua del valle, aunque no amerita más comentarios. Mucho más interesante el año pasado.
9:00 a.m. Sorprendentemente rutinario. Habiendo dormido cinco horas y luego de un refrescante baño, salí a desayunar al Rey Sol. Jugo de papaya y naranja, omelette de aguacate con crema y un pan dulce. Seguí mi camino hasta el Starbucks (digo "el" porque es el único en Ensenada, o al menos lo era hace un año) donde me topé a otra amiga que allí trabaja y donde permanecí varias horas trabajando para después, de regreso al hotel, recordar que ésta es, probablemente, la única ciudad del país donde el peatón tiene la preferencia absoluta -salvo que haya un semáforo- y donde se maneja ordenada y civilizadamente.
Tantos recuerdos...
Así se escoge a los ganadores del Latin America´s 50 Best Restaurants
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(Este texto se publicó originalmente en Animal Gourmet)El 23 de septiembre
pasado el patio central...
Hace 9 años.