No sé si es por haberme convertido en un burócrata recientemente o por el largo período de tiempo en el que no necesité abordar camiones, pero no fui bien recibido por el transporte público de la Ciudad de México.
Mi primer intento fue hace casi un año. Sólo debía avanzar unas cuadras sobre Reforma, pero no había tiempo para caminar. La decisión de abordar el camión no fue mía, pero la secundé.
El embate vendría por parte de mi propio bando. Al ofrecer pagar los "boletos" -pues, según yo, teóricamente se adquiere un boleto válido por un pasaje, aunque no lo obtengas físicamente-, las burlas no se harían esperar.
La segunda oportunidad fue hace un par de semanas, cuando necesitaba bajar de un extremo a otro de Constituyentes. Esta vez no hubo burlas, pero sí tuve que esperar cerca de diez minutos a que pasara el vehículo indicado.
Hoy debía recorrer esa misma ruta pero en sentido inverso. Decidí subir en camión, convencido de que
la tercera sería la vencida.
Así como el tráfico de la ciudad pareció disminuir con el primer día de vacaciones -para algunos-, también el flujo del transporte público. Pasaron unos minutos hasta que el primer camión apareció, pero seguiría una ruta distinta a la que yo necesitaba. Pasaron un par de minutos más y subí al indicado.
Mal indicio el hecho que fuera el único pasajero a bordo de un autobus destartalado que apenas si avanzaba.
Lo anuncié en una llamada telefónica: ya estaba a dos minutos de llegar a mi destino. Parecía que la lentitud había sido el único inconveniente de ese día. Unos segundos después, el camión dejó de avanzar...
-"Ahorita lo arreglamos, joven. No se preocupe"- me dijo el señor de cabellera blanca que conducía la
unidad.
Subí caminando, trajeado y con mi bolsa de tela, las cuantas cuadras que faltaban para llegar. Nada grave, pero me pregunto hasta cuándo me aceptará de vuelta y sin contratiempos la Red de Transporte de Pasajeros.